A pesar de toda su carga emocional, el Museo del Holocausto no deja de ser un museo convencional de dimensiones no muy grandes y siempre atestado de gente, en el que es difícil llegar a ver algo y, sobre todo, hacerse una idea de conjunto; como concepto museístico, parece un tanto envejecido y necesitado de actualización. Y ello a pesar de que el material que contiene, el recuerdo vivo e íntimo de la Shoah, el Holocausto judío, permitiría una muy superior explotación de la intereactividad entre el visitante y lo que se muestra.
Con todo, es imposible salir de allí dentro sin sentirse conmovido: zapatos, gafas, fotografías, cartas, maletas…nos hablan de personas –hombres y mujeres, niños y ancianos, creyentes y no creyentes, de izquierdas y de derechas, ricos y pobres, cultos e ignorantes-, a los que hace sesenta años, y simplemente por ser judíos, se convirtió literalmente en humo, que ennegreció los cielos de Europa en la mayor atrocidad colectiva cometida en la historia del género humano.
Alrededor del museo se hallan los jardines de los Gentiles Justos, en donde están enterrradas personas no judías que durante los años del Holocausto contribuyeron a salvar de la muerte a judíos; algunos son muy conocidos, como el empresario alemán Schindler y otros casi anónimos, como el contrabandista sueco que cada noche remaba hasta la costa danesa y al volver a Suecia llevaba en su barca a unos cuantos judíos.
En los mismos jardines, un poco más lejos, se encuentra el Memorial de los Niños. Una pequeña entrada excavada en la falda de una colina dá acceso al interior de una gran gruta, cuyo interior iluminan débilmente cientos o miles de velas. Los visitantes caminan casi a ciegas en fila de a uno, siguendo la larga pasarela que atraviesa esa especie de cripta. Una voz grabada recita lenta e ininterrumpidamente el nombre, la edad y la ciudad de nacimiento de cada uno de los niños asesinados durante el Holocausto; el recitado dura exactamente un año entero. Como fondo ambiental, un violín interpreta una tristísima melodía yiddish. Todos salimos de allí en silencio y con los ojos humedecidos.
Antes de llegar a Belén alguien se interesa por la posibilidad de cambiar divisas por shekels, la moneda israelí; A. le dice que seguro que nada más bajar del autocar encontrararemos un cambista. Y en efecto, apenas nos detenemos en el estacionamiento vemos a un chico palestino que enseguida muestra un fajo de billetes, listo para el cambio. A tres metros de él, apoyado en la misma pared que el cambista, haraganea un policía palestino. Pensamos que ante la presencia del policía no habrá posibilidad de cambiar, pero uno de nuestros acompañantes se echa a reír y dice que, en realidad, el policía está allí para vigilar y garantizar el cambio; tanto es así, que el policía al oírnos hablar en español, asiente con la cabeza y, sonriente, nos dice en nuestro idioma: “¡sí, sí, cambio bueno, cambio bueno!”. La corrupción en los Territorios Ocupados es, simplemente, un modo de vida ampliamente difundido.
En Belén visitamos la Basílica de la Natividad. Para entrar en la iglesia hay que agacharse, pues el dintel de la puerta fue construido de modo que impidiera la costumbre medieval de entrar a caballo en cualquier sitio, incluidos los templos. En la cripta de la Basílica se encuentra el pequeño espacio, una cueva diminuta en realidad, donde se dice que nació Jesús; la custodia del sitio se halla dividido entre diversas sectas cristianas, de modo que cada una administra celosamente una mínima parcela del recinto. Semejante distribución, que al parecer se extiende aquí a otros lugares considerados santos por el cristianismo, ha motivado a lo largo de la historia toda clase de luchas entre las diferentes confesiones que dicen seguir a Cristo.
Los negocios de Belén están orientados al turismo y tradicionalmente han estado en manos de árabes cristianos. Pero los tiempos son malos, y la mayoría de tiendas están cerrando y sus dueños trasladándose a Europa o a Estados Unidos, según nos comenta el propietario de una bonita tienda de souvenirs. Entre los ocupantes israelíes y los radicales palestinos, han conseguido arruinar a la antaño floreciente burguesía árabe cristiana.
Por la pequeña ciudad circulan grupos de chicas cristianas. Visten al modo occidental y llevan grandes crucifijos y otros adornos que exhiben su condición religiosa, y se comportan de un modo bullicioso y desinhibido, ajeno al de las muchachas musulmanas; sin embargo, basta mirarlas a unas y a otras para darse cuenta de que todas son árabes al cien por cien. La multiplicidad de religiones y creencias sectarias sobre un territorio tan pequeño, tiene para el visitante no creyente un punto ridículo y de separación artificial; estas gentes tienen más en común entre ellas (y también con nosotros, mediterráneos como ellos) de lo que conviene a sus líderes (y probablemente, a los nuestros).
Juan
Web muy interesante con testimonios reveladores