Atravesamos los montes de Judá siguiendo las curvas de una carretera de montaña, rumbo a Jerusalén. Cuando la ciudad ya está delante nuestro, A. nos señala un gran cementerio judío de época anterior a Cristo, en el que destaca una pequeña construcción blanca: la tumba de David. Un cinturón de cementerios históricos judíos, situados en el fondo de pequeños valles, abraza la ciudad vieja; por los taludes que los rodean bajan inmensas lenguas de detritus, que arrojan los palestinos desde las agrupaciones de chabolas que dominan las alturas.
Desde el Monte de los Olivos se contempla una vista excepcional sobre la Jerusalén antigua. Detrás del cinturón de murallas que la ciñe, se apiñan monumentos y casas de modo que vistos desde aquí parecen rozarse, sin dejar apenas espacio entre ellos. Más allá, al fondo, se alzan los modestos rascacielos de la Jerusalén Nueva, la ciudad judía y moderna.
La visita a pie de la ciudad vieja comienza en el Muro de las Lamentaciones. Judíos ortodoxos o meros creyentes rezan ante la que fue una de las paredes del Templo, y depositan papelitos con peticiones entre los intersticios de los viejos sillares de piedra que conforman la pared. Subimos luego una rampa y pasamos un control militar; un soldado israelí obliga a unas monjas sudamericanas a guardar entre sus ropas los crucifijos que llevan encima del hábito, para no provocar a los musulmanes que ocupan la Explanada del Templo.
En apenas unos metros cambia el paisaje humano y cambian las creencias de modo radical. Pasamos ante la mezquita de Al Aksa, la de la cúpula dorada, restallante de luz bajo el sol del mediodía. Cruzada la explanada, nos adentramos en un túnel al final del cual desembocamos en un dédalo de callejas medievales. Un vistazo a lo que queda de los bajos de la Torre Antonia, donde vemos los restos de lo que se supone fue el tribunal de Poncio Pilatos (en realidad, el cuerpo de guardia de la fortaleza), y nos encaminamos hacia la Vía Dolorosa.
La vía por la que supuestamente subió Jesús con la cruz a cuestas es hoy un callejón empinado y oscuro. A ambos lados de la Vía Dolorosa hay tenderetes árabes pegados a las paredes, y por todas partes bullen niños vendedores que agobian al caminante y dificultan el paso; aquí, al parecer, las carteras, los billeteros y las cámaras filmadoras y fotográficas vuelan que es un contento. La barahúnda es tremenda, porque toda la calle es en realidad un zoco; lo mejor es apretar el paso y salir de allí cuanto antes.
Llegamos a la Iglesia del Santo Sepulcro, repleta de turistas y peregrinos. Todos los visitantes tienen un cierto aire de despiste, como si esperaran que pasara algo que no acaba de pasar y ellos no supieran qué cara poner. Deambulamos por la iglesia, enorme y desangelada, y tras visitar de uno en uno el angosto recinto que contuvo el sepulcro de Jesús de Nazareth, seguimos ruta, con la última parada del día en el Cenáculo, supuesto lugar de la Última Cena, en realidad un salón amplio en una casa no muy antigua y que en sí carece de mayor interés.