De buena mañana me recogen en el hotel y salimos hacia la costa, rumbo norte. Antes de abandonar Tel Aviv, paramos un momento en el lugar donde fue asesinado Ytzak Rabin; siguen habiendo flores, pero nadie entre la gente que camina por la calle se detiene.
Mi grupo de viaje está formado por latinoamericanos, en su mayoría judíos argentinos, y algunos españoles. Nuestro guía israelí se llama A. y es arqueólogo y ex militar.
Enseguida atravesamos Jaffa (o Yafo, en hebreo), una pequeña ciudad de casas de piedra, calles estrechas y cierto aire medieval. Parece que buena parte de su población son artistas e intelectuales, gente que ha elegido vivir fuera de Tel Aviv pero cerca de ella. Por Jaffa pasó Napoleón durante su campaña contra los ingleses en Oriente Próximo, y en una plazuela adoquinada una figura en madera a tamaño natural del emperador francés saluda a los visitantes.
Seguimos ruta y pronto llegamos a Cesarea, ciudad fundada por Herodes que luego se desarrolló como el principal centro administrativo romano en el país. Caminamos por la zona donde estuvieron las oficinas de recaudación de impuestos y otros servicios administrativos. Luego visitamos el impresionante acueducto, semienterrado en la arena, tan sólido aún que se puede caminar por encima de sus arcos sin problemas.
En el antiguo teatro romano coincidimos con una multitud de jóvenes soldados israelíes, que abandonan el lugar tras haber pasado la noche en vela celebrando una ceremonia patriótica, algo así como un encuentro “boy scout” pero en militar. De repente una de las turistas españolas grita “¡Marco, oye!”, y un espigado soldado que camina delante de nosotros gira la cabeza y contesta: “¿qué?”; resulta que la española llamaba a su marido por su nombre de pila, y el soldado israelí que se llama igual y es de origen latinoamericano, creyó entender que le llamaban a él.
Cerca, en un parterre, nos enseñan una pequeña estela, el único testimonio hallado en todo Israel en el que aparece el nombre de Pilatos. Por todas partes hay restos arqueológicos: muchas piezas se exhiben al lado de las carreteras y los caminos sin ningún tipo de protección contra el robo, algo que sería impensable en España.
Continuando por la costa avistamos una fragata israelí. Algunos comentarios sobre la guerra de las Malvinas y el apoyo israelí a Argentina en esa guerra, inflaman el patriotismo de los judíos argentinos presentes; adoran Israel, pero se manifiestan como argentinos hasta la médula.
Al entrar en Haifa vemos las naves industriales destruídas por los missiles de Sadam Hussein en 1991, durante la primera Guerra del Golfo. Hasta finales de los años noventa Haifa fue una ciudad donde la convivencia entre israelíes y árabes resultaba ejemplar; quizá por eso el régimen irakí la castigó especialmente. Todo la ciudad tiene un aire muy mediterráneo, tranquiloy relajado. Damos un vistazo a los jardines Bahai, y seguimos ruta.
Siguiendo la ruta costera norte, llegamos a Akko, la San Juan de Acre de los cruzados, último bastión de la cristiandad guerrera en Tierra Santa. En Akko todo, incluido el puerto, tiene un sabor medieval y casi intacto. En una callejuela nos enseñan una casa, especie de pequeño rascacielos que data del siglo XII, época de las primeras Cruzadas; casi novecientos años después, en ese edificio milagrosamente aún en pie siguen habitando familias enteras como si tal cosa. Visitamos también la fortaleza subterránea de los templarios, una verdadera ciudad de piedra bajo tierra en la que lo que más llama la atención son las inmensas cocinas, cuyos techos aún siguen ennegrecidos por el hollín de los humos a pesar de los siglos transcurridos.
En Nahariyya paramos a descansar. Es una pequeña ciudad de sabor absolutamente mediterráneo, tanto que como cualquier población de la costa catalana tiene su rambla o paseo que va al mar, por el cual, al atardecer, lugareños y visitantes caminamos tranquilamente, dejando que la brisa marina nos refresque tras los ardores del día. Cuando ya es noche cerrada, me siento en un merendero junto a la playa, viendo la pequeña multitud que circula por la arena, a pocos metros de mí; por todas partes corretean niños, ladran los perros y parejas de turistas jóvenes caminan despacio cogidos de la mano… Nadie diría que a unos pocos kilómetros de aquí, en Líbano –Nahariyya está muy cerca de la frontera libanesa- sigue encendido el infierno de la guerra.
Cuando regreso al hotel busco la disco-cafetería, situada en una especie de búnker subterráneo. Al parecer la han reconvertido por esta noche en una especie de salón de actos en el que se desarrolla una ceremonia de judíos ultraortodoxos. Con muy malos modos me invitan a marcharme de allí; verdaderamente, viendo sus rostros de fanáticos no apetece mucho su compañía, así que les hago caso de inmediato. Al rayar el día, me despierta el estruendo de una columna de blindados que al parecer sale de Nahariyya, rambla arriba, rumbo a la frontera.