Las medidas de seguridad comienzan antes de despegar de Barcelona. El autobús que nos lleva desde la terminal aérea hasta el avión de Iberia se detiene al alcanzar su destino, pero no nos permiten bajar. Nuestro equipaje aguarda en el suelo, sobre la pista, alineado en fila entre la escalerilla de acceso y la cola de la aeronave, custodiado por guardias civiles y por unos mozos de carga de aspecto poco habitual. Nos dicen que hay que bajar del autobús de uno en uno y señalar, tocándolo con la mano, el equipaje de cada cual; entonces los mozos lo llevarán a la bodega de carga y el propietario podrá subir al avión, repitiendo la operación hasta que todos los pasajeros hayan identificado su equipaje y subido al aparato.
Alguien pregunta, creyendo hacer un chiste, qué pasaría si al hacer recuento faltara alguna maleta. La respuesta de la azafata nos deja helados. “Si pasara eso, se trataría simplemente de una incidencia normal. El problema sería si sobrara una, porque entonces el vuelo no saldría y todo el mundo tendría que ir a la comisaría del aeropuerto”. Naturalmente, si sobrara una maleta significaría que alguien habría facturado ese bulto y luego no había subido al avión… la imaginación y el miedo son libres para imaginar los motivos.
Cuando llegamos a Tel Aviv me doy cuenta de que esto ha sido sólo el aperitivo en materia de seguridad. A la muchacha que examina mis documentos en el control de pasaportes no le gustan nada los sellos de Cuba y Rusia que exhibe el mío, y comienza a hacerme preguntas en un inglés macarrónico, mientras la fila de viajeros que aguardan detrás va engrosándose. Al parecer, a la chica le inquieta especialmente el hecho de que yo viaje solo y no embutido en el típico grupo de turistas o peregrinos. Al cabo de un buen rato llega una mujer de cierta edad y aires de jefa, y con un movimiento de cabeza le indica que me deje en paz.
Recojo mi equipaje, y salgo disparado a buscar un taxi. El taxista judío que me lleva a mi hotel conduce como si pilotara un Fórmula 1 o le persiguiera Arafat en persona. Las calles están casi desiertas, a pesar de que aún es temprano y apenas comienza a oscurecer. De repente caigo en la cuenta del por qué de tantas prisas: comienza el sabbath y mi taxista quiere acabar la carrera cuanto antes para irse a su casa. Bendito sea Dios.
En el hotel siguen las sorpresas en materia de seguridad. Apenas digo mi nombre, el recepcionista, un amable judío etíope, mira debajo del mostrador (¿quizá tiene una foto mía allí?) y asiente sonriendo. Luego me hace firmar el formulario de costumbre y me da la llave de mi habitación, sin ni siquiera pedirme el pasaporte o cualquier otro documento; me quedo con la impresión de que me estaban esperando.
La última sorpresa del día viene cuando saco las cosas de mi bolsa de viaje (cerrada con cremalleras, sin candados), que facturé en el aeropuerto barcelonés. A pesar de que dentro de la bolsa todo sigue plegado y ordenado tal como lo puse en Barcelona, en el fondo hay pegada una especie de etiqueta blanca diminuta con algunas palabras escritas en hebreo; obviamente sacaron el contenido de la bolsa y luego lo volvieron meter, dejándolo todo tal como lo encontraron.