La gente de tierra adentro suele confundir la playa con el mar. A menudo, cuando hablan de “ir al mar” en realidad se están refiriendo a “ir a la playa”, que es cosa muy distinta. Luego están los profesionales del mar, y los que gustan de aparentar serlo, que suelen hablar de “la mar”, feminizando y dulcificando algo que en realidad, mar adentro, que es el territorio al cual se refieren, suele resultar bastante bronco y masculino.
El mar es el mar. Ni la cinta de arena donde se tuestan los turistas al uso ni el oscuro piélago donde todo peligro es posible. Entre ambos hay un espacio ancho donde cabe la aventura razonable, y sobre todo el buceo en uno mismo enfrentado al fascinante misterio de las aguas que vienen y van.Muy lejos de aquí, junto a una playa solitaria de la Casamance, al sur de Senegal, he vivido la experiencia de tener todo el mar para mi solo. Nadie en kilómetros de playa, nadie en kilómetros mar adentro. Un agua terrosa, cálida hasta el sofoco y empapada de intensos olores salinos. No era exactamente un mar hermoso, pero sí era el mar en su versión más ancestral y engendradora: la sopa primigenia de la que procedemos todos los que andamos, saltamos, volamos o nos arrastramos por tierra. Aquél día, dentro del agua, sentí muy hondamente la insignificancia y la soledad de la ameba original chapoteando en el caldo inmenso, mientras arriba, abajo y a los lados el Universo entero ni siquiera era consciente de la singular presencia del primer ser vivo.
Las dulces canciones sobre el mar no son más que disfraces. Ni el optimismo bonachón de “La mer” de Charles Trenet, ni el melancólico nihilismo de “La plage” cantada por Marie Laforet, no pasan de ser bellas melodías y bonitas palabras que pretenden enmascarar y edulcorar nuestra relación con el mar.
Pero el poder real que ejerce sobre nosotros ese espacio eternamente rugiente y en movimiento, amenazante y acogedor a la vez, que ocupa las tres cuartas partes del mundo y ha parido cuanto respira, no proviene de una nunca demostrada cordialidad para con sus exiliados, sino de la fascinación telúrica que por él sentimos cuantos un día salimos de sus entrañas. De un deseo inconsciente, en suma, de volver a fundirnos en uno solo con sus aguas; y ese es, probablemente, un sentimiento más cercano a la autoaniquilación que al cariño.