Contra lo que el común de la gente piensa, las cadenas montañosas no son per se barreras fronterizas sino, por contra, lugares de paso. En el centro de la cordillera pirenaica, en el país aragonés, hay un río cuyo nombre lo dice todo: es el río Gallego, del latín Gallicum, es decir, “el lugar por donde vienen los galos”, los habitantes del otro lado de la cordillera.
Por la vertiente española, los Pirineos se extienden desde casi la orilla del Cantábrico, en los límites del País Vasco con Navarra, hasta alcanzar la costa mediterránea, entre la Catalunya actual y los antiguos condados del Rosselló y la Cerdanya. La zona central de la cordillera corresponde a Aragón, y es tal vez la más bella y más naturalmente conservada, aunque cierto turismo de masas en verano, las estaciones de ski en invierno, y la
proliferación de los llamados “deportes de aventura” todo el año, empiecen a dejar cicatrices en montañas y valles hasta hace poco casi vírgenes.
De los valles de Ansó y Hecho hasta el valle de Benasque, pasando por Gistaín, Gistau, La Pineta y el parque Nacional de Ordesa, el Pirineo Aragonés despliega paisajes que cortan la respiración. Las cumbres de nieves eternas, los valles con todos los matices del verde, los ibones –lagos de alta montaña, en aragonés- de aguas quietas y limpias, los senderos entre bosques y praderas… se ofrecen para el disfrute de cualquiera que quiera acercarse respetuosamente a ellos. Pero quizá ningún sitio en todo el Pirineo pueda compararse en belleza al valle de Tena, el valle que atraviesa el río Gállego, un rincón articulado hoy a su pesar en torno al
pantano de Búbal pero que aún ha conservado lo mejor de su fisonomía original.
Un rincón en el que minúsculos y muy bellos pueblecitos formados por casonas montañesas de tejados de pizarra gris y gruesos muros de recia piedra, apretadas las unas contra las otras como rebaños de ovejas, a veces sosteniéndose en el filo de barrancas que sobrecogen, salpican un territorio demasiado ceñido hoy por carreteras que lo cruzan de aquí para allá. En el valle de Tena, las viejas rutas de invasión desde la Galia o desde la llanura del Ebro hoy son cintas transportadoras de un turismo demasiado acostumbrado a vivir sobre cuatro ruedas.
Frente a un cierto neorruralismo ecologicista tan burgués
como ingenuo que últimamente florece con fuerza entre jóvenes de clase media urbana, y desde luego frente a la política que da primacía al asfalto, al cemento y al ladrillo por encima de cualquier otro valor, cabe afirmar hoy más que nunca que la conservación de la Naturaleza pasa precisamente por el uso y disfrute sostenible y, si se quiere, hasta amoroso, de todos sus recursos, incluido el paisaje como uno de los más esenciales.
Precisamente es ese uso ordenado y racional de los espacios naturales quien engendrará conocimiento y, por consiguiente, militancia en su defensa.