Por la mañana hemos hecho el trayecto en tren panorámico desde Cuzco hasta la población de Aguascalientes, que más que un pueblo es en realidad apenas un apeadero ferroviario perdido en la selva al pie de Macchu Pichu. Los trenes son lustrosos, pintados de azul obscuro y con letras amarillas, al estilo de los antiguos trenes de lujo europeos. El madrugón amodorra al pasaje, y las cuatro horas y pico del trayecto pasan dormitando y bebiendo mate de coca, imprescindible a esta altura.
Luego de la visita a Macchu Pichu, desciendo a la estación en uno de los autobuses lanzadera que suben y bajan sin cesar entre Aguascalientes y la ciudad inca. Es más de mediodia, y el sol empieza a calentar de lo lindo. El día es espléndido, despejado. Abajo en el
apeadero, las dos vías, ida y vuelta, discurren por un estrecho y sombreado corredor que serpentea entre el muro que fija un talud, coronado por el edificio de la estación propiamente dicha, y el continuo de tiendas de artesanía y restaurantes que limitan el andén. Después de comer doy un paseo a lo largo de éste, hago algunas compras y subo por las empinadas escaleras hasta el edificio de la estación. La explanada adjunta y el vestíbulo están llenos de turistas, la mayoría silenciosos y pensativos, todavía bajo los efectos de la mañana pasada en Macchu Pichu; el cansancio físico y la digestión hacen el resto, y hasta los niños parecen con pocas ganas de bullicio.
Al cabo de un rato nos llaman con megáfonos para
organizarnos, y se nos agrupa por vagones según sea la letra que aparece en el billete de regreso. No hay problemas, la disciplina es buena (hay pocos españoles entre los turistas), y los empleados que dirigen el asunto hacen su trabajo con rapidez y eficiencia. De nuevo descendemos al andén para tomar el tren; todo aquí es un sube y baja de cuestas y escaleras, incluidas las escalerillas de los vagones del convoy, situadas a buena distancia de la plataforma de embarque.
La tarde discurre plácida. Después de la siesta hay más alboroto en el vagón, pero nada que no pueda manejar con una sonrisa y alguna leve admonición el singular trío de servicio que nos acompaña, integrado por dos mozos y una azafata. Trajinan arriba y abajo con las bebidas y los bocadillos, y aunque son muy jóvenes tienen todo el
aire de haber vivido de todo en estos viajes, y de haberlo resuelto sin pestañear ni arrugarse el uniforme. Uno de los muchachos es pequeño y aindiado, y parece el subordinado de los otros dos, chico y chica, mestizos, altos y guapos, elegantemente vestidos; realmente éstos dos parecen personal de cabina de cualquier línea aérea.
El paisaje del altiplano pasa ante nosotros mientras se extingue la tarde. Atravesamos páramos y campos de labor, y de vez en cuando se asoman a la vía pueblecitos terrosos que parecen carentes de vida más allá del apeadero. Una casucha luce un rótulo: “Abarrotes El Catalán”. Me hubiera gustado charlar con el tipo que
abrió esa tienda, conocer su historia, entender por qué diablos alguien venido de tan lejos decidió abrir un mínimo comercio en un pueblo perdido de una región olvidada del Perú. Seguramente debió ser un pionero, o un chiflado; tal vez las dos cosas juntas.
Desde los andenes nos miran críos sucios y mal vestidos, indias gordas y derrotadas por el trabajo y viejos desdentados que probablemente sean más jóvenes que yo. No hay pueblo en el que desde la boca oscura de un bar mísero, no hayan algunos hombres desocupados, vaso de alcohol en mano, que observen indolentemente pasar los trenes. El campo peruano está enfermo de atraso y abandono, pienso.De repente un espectáculo inopinado me arranca de la crítica social. El mozo de tren de aspecto indio sale de un salto desde un extremo del vagón, disfrazado de demonio indígena, y comienza a recorrer el pasillo interpretando una danza ancestral. No es una pantomima para turistas sino una auténtica representación de un baile popular, propio de festivales indígenas, ejecutado por alguien que conoce perfectamente lo que está haciendo; seguramente lo ha representado muchas veces ante auditorios de su misma sangre y cultura. Todos quedamos muy impresionados, incluido un grupo de vejestorios norteamericanos que a priori no parecen especialmente dotados para comprender la etnografía y el folklore andinos. Cuando termina la representación, los aplausos suenan sinceros.
Un poco más tarde el pasillo se convierte por sorpresa en pasarela de desfile de modas, y con el fondo de músicas apropiadas, la pareja compañera del mozo indígena mutan en modelos. Y lo hacen francamente bien, luciendo toda clase de prendas de vestir elaboradas “en baby alpaca”, la lana finísima que es una de las bases productivas de la economía peruana. La cosa dura un buen rato, y al final ambos reparten sonrisas y tarjetas comerciales a los interesados. Uno de los abueletes yanquis, una especie de tonel de rostro colorado y lleno de pelos blancos, tontea patéticamente con la azafata-modelo; cuando la chica regresa a su asiento en la parte trasera del vagón, intercambiamos una mirada de complicidad a su costa.
A medida que nos acercamos a Cuzco el tren comienza a aminorar la marcha, y se repiten en sentido inverso las maniobras de esta mañana con las que el convoy trepó los desniveles desde la ciudad hasta la mesa por la que discurre la mayor parte del trayecto. Es noche cerrada cuando avistamos Cuzco, que brilla iluminada allá abajo como una enorme lámpara de lágrimas de cristal en un salón de baile colonial; no sé si en la megafonía interior del tren o dentro de mi cabeza, pero el caso es que el vals “A orillas del bello Danubio azul” comienza a sonar suavemente, y pienso que es lógico que sea así.