El edificio de la estación de Sanghai parece un homenaje a aquellas viejas películas del cine norteamericano de los años cuarenta, pobladas por ascéticos misioneros, aventureros de buen corazón, rubias despampanantes y un mar de chinos con coleta, subiendo todos a empujones al Sanghai Express en medio de un griterío infernal reforzado por los silbidos de las locomotoras de vapor.
En realidad, de la época de las Concesiones Extranjeras en China poca cosa quedaba ya en los años cuarenta, así que cuando fueron rodadas aquellas imágenes tenían más de recreación idealizada que de otra cosa. Unos pocos años más tarde aquél mundo desapareció por completo bajo la marea de la Revolución, y hoy día todo lo que ha sobrevivido de él es la piedra: la acumulación
sorprendente de edificios centroeuropeos en hilera que es el Bund, en un tramo fronterizo con el río, y algunos edificios desperdigados por la ciudad, como ésta estación de tren.
Aparentemente aquí no se mueven multitudes, al menos a esta hora, ni nuestro tren es abordable por los chinos, al menos en la sección del convoy que ocupamos los extranjeros. A lo largo de esta parte del andén sólo aguardan grupos de turistas un poco búfalos, ansiosos por escalar los peldaños de acceso a las plataformas y precipitarse al interior del vagón para coger «el mejor sitio». Un consejo del guía: si alguien se queda en tierra
y pierde el tren, lo mejor es que espere en el andén durante un tiempo prudencial y luego regrese al hotel y aguarde allí a que se pongan en contacto con él. A alguno le cambia el color de la cara solo con oírlo y pensar en quedarse aislado.
Cuando por fin subimos, los vagones resultan sorprendentes. Ventanas, reposacabezas, respaldos y hasta apoyabrazos están cubiertos por una especie de relamidas cortinitas pespunteadas, pasadas de moda en los trenes burgueses desde hace décadas. Unos apliques de latón soportan lamparitas como de club antiguo, con sus pantallas amarillentas a juego. Los asientos no resultan especialmente cómodos y además están enfrentados, lo que obliga a conversaciones de cortesía
con casi perfectos desconocidos. Por lo demás, el tren tiene el aspecto de los viejos cercanías de cualquier suburbio de la Europa industrial de los cincuenta.
Nada hay especialmente hermoso ni singularmente feo en el paisaje chino una vez que hemos salido de Sanghai. Aldeas y campos. Ordenadas extensiones de terreno trabajado. Por lo que veo, el campo chino es atrasado pero no miserable. A diferencia de Rusia, en China la Revolución no destruyó la agricultura: si acaso, la empujó en una determinada dirección, hoy obsoleta, pero no tan perjudicial como las políticas agrarias desarrolladas en la URSS. El mundo agrícola chino sobrevivió, y hoy tiene buen aspecto.
Me siento en la plataforma junto al coordinador del viaje. Es un vasco treintañero, residente en Madrid desde hace años. Conversamos. Me cuenta que empezó a viajar por su cuenta a China en tiempos en que a muy pocos se les permitía entrar en el país como turista. En los últimos años, cada verano le contrata una mayorista de viajes española para que coordine el movimiento de sus grupos a través del inmenso país asiático. Está asustado: «este agosto debe haber tres mil o cuatro mil españoles moviéndose a la vez por China, jamás había habido tanta gente. Es una locura», me dice. El trabaja directamente con dos grupos, cada uno de cuarenta y pico personas. Los guías chinos a sus órdenes le admiran, aunque el vasco es nervioso y con cierta tendencia a resolver los problemas a gritos.
Todo es apacible ahora en este tren chino lleno de occidentales, mientras atravesamos grandes llanuras bajo un limpio cielo de verano. No sé porqué me acuerdo de repente de las excursiones en tren de mi adolescencia. En realidad, somos como adolescentes camino de una excursión de fin de semana; en vez de mochilas llevamos sofisticadas maletas, y en vez de útiles de acampada, cacharritos tecnológicos para inmortalizar estos momentos. Así es la vida.