En las terrazas de la Piazzeta de Capri ya no hay norteamericanos buscavidas tomando martinis, más que nada porque Tom Ripley tendría ahora setenta y muchos años y tal y como acostumbraban a beber los golfos de su generación, la mayoría de los supervivientes deben vivir atados a un tubo de respiración asistida. Los yanquis ociosos que hoy senderean Europa son sólo muchachos imbuidos de buenos sentimientos y carentes del talento de Mr. Ripley; es obvio que los europeos hemos salido perdiendo con ese relevo generacional.
Hace sol, tengo sed y la terraza del “Bar Tiberio” está desierta. La mañana de este último día de marzo es gloriosa. Pido una cerveza italiana, y contemplo la poca gente que a esta hora del mediodía cruza la plaza en miniatura. Fauna turística tópica: en Capri ya no hay multimillonarios extravagantes, ni estrellas de Hollywood a la caza de un príncipe europeo. Apenas circulan por aquí algunos grupos de jovenzuelos arios, colorados por el sol y la cerveza, caminando como desganados y a paso lento de aquí para allá. Se mezclan con ancianas jubiladas que se han dejado la vida en las fábricas de Centroeuropa, y con algunas parejas de españoles de mediana edad que creen estar viviendo una portada de “¡Hola!” simplemente por hollar esta tierra. Hay momentos en que todos se entrecruzan y giran, y dan vueltas y hacen fintas hasta que cada grupo vuelve a armarse y se separa de los otros, y camina un poco más lejos para al cabo de un rato reaparecer en la Piazzeta por una bocacalle distinta.
El reloj de la torre mínima que hay en un lado de la placita marca con toda precisión la hora, lo que considerando que estamos en la Italia meridional es casi un prodigio. Los camareros de las terrazas –dos por cada lado del cuadrado, ocho bares en total-, son listos, cordiales y parecen muy satisfechos de sí mismos. Especialmente los del “Bar Tiberio” gastan una simpatía engominada y risueña; parecen tenores de ópera después de un éxito sonado.
Pienso que cuando sea muy viejo vendré a tomar martinis a esta terraza a la hora del mediodía, y que probablemente me servirá siempre el mismo camarero. Pienso que llegué hasta Capri porque, modestamente, algo tiene uno de Tom Ripley, y éste es el destino al que
finalmente un día u otro llegan todos los Tom Ripleys que en el mundo son, para murmurar con una sonrisa desde esta misma terraza: “Aquí estoy, Capri”
Pienso que sólo un imbécil no sería feliz en Capri una mañana de primavera intensamente azul.