Frente a Dakar está la isla de Gorée. De lejos Gorée parece un peñasco en forma de boina, sembrado de casitas de vivos colores y rodeado por un mar de color entre plomo y marrón. El ferry que une Dakar con la isla va cargado de turistas de raza negra, la mayoría norteamericanos.
El barco atraca en el extremo de un largo muelle de tablas, junto a una frecuentada playita en la que rompen las olas con cierta fuerza. Trepamos una elevación natural y pronto alcanzamos el conjunto de mansiones que se apiñan formando el caso urbano de Gorée. Las calles son estrechas, pensadas para que la proximidad de las casas facilite una sombra natural al transeúnte. Las fachadas, ventanas, balcones y detalles ornamentales hacen pensar en casas de adinerados pescadores franceses. Todo en Gorée es muy francés, y quizá más específicamente, muy bretón.
Nos explican que estas eran las casas desde las que las “Señoras” dirigían el negocio del trasiego de esclavos. Estas mujeres eran mestizas hijas de europeo y africana, y su posición social prominente duró siglos, tanto como
el tráfico de carne humana hacia América. Contra lo que suele creerse, y contra la versión local de la trata, el comercio de esclavos era una actividad económica floreciente en toda la costa occidental africana antes de la llegada de los europeos; lo que hicieron éstos fue organizarla y conferirle el carácter y proporciones industriales que llegó a tener en sus momentos más álgidos, y convertir en trasantlántica la dimensión antes local de este tráfico infame.
Gorée era una especie de gran corral donde se encerraba a los esclavos cazados en amplios territorios del actual Senegal, antes de ser embarcados con destino a las colonias del Nuevo Mundo. En esta especie de castillo natural, alejado de la costa, aguardaban antes de emprender un viaje del que ninguno regresaba y en el transcurso del cual muchos morían sin volver a pisar tierra. Sólo los más fuertes llegaban vivos a América.
Entramos en la Maison des Esclaves, un museo de piedra que testimonia los horrores de la trata de esclavos. La casa, de dos pisos, mantiene la
disposición original: un gran patio rodeado de pequeñas habitaciones –celdas, en realidad- donde se recluía a los esclavos antes de ser embarcados, y luego habitaciones más amplias en el piso superior donde probablemente se desarrollaba la parte administrativo-comercial de la trata. Casi frente a la puerta principal del recinto, un arco bajo dá acceso a un pequeño túnel abovedado que desemboca en un terraplén, desde el cual apenas hay unos pasos hasta la orilla del mar: por allí salían los infelices esclavos, rumbo a los barcos donde eran amontonados y transportados al otro lado del mar. Ese túnel abovedado conducía pues directamente al Infierno.
La trata de esclavos duró tanto como el tipo de sociedad que de ella se servía. La Revolución Industrial hizo que las fábricas desplazaran como centros neurálgicos de la economía a las grandes plantaciones agrícolas, y por tanto los esclavos que trabajaban la tierra dejaron de ser útiles. El comercio de seres humanos entre Africa y América decayó a principios del siglo XIX, aunque no se extinguió totalmente sino en las últimas décadas de
esa centuria.
En una plaza polvorienta a espaldas del núcleo principal de mansiones, se levanta la iglesia de Gorée, blanca y de regulares proporciones, aunque hoy bastante ajada y destartalada. Delante hay un árbol enorme y copudo, como en cualquier pueblo por encima del Estrecho de Gibraltar. Porque Gorée era aparentemente una población europea como otra cualquiera, y sus habitantes blancos y mulatos practicaban en ella los ritos religiosos y sociales propios de la cultura europea. Da grima pensar que en esta iglesia se celebraban ceremonias religiosas y se invocaba al Dios cristiano, mientras a pocos pasos de allí hombres, mujeres y niños gemían bajo el peso de las cadenas que mordían su carne destrozada por los golpes.
Hoy Gorée es una especie de santuario de la memoria. Y un gran negocio turístico. Quizá esta última faceta desvirtúe un tanto la primera, pero a pesar de todo la isla sigue cumpliendo un papel esencial en la transmisión del recuerdo de la infamia mayor de la Historia.