Las calles de Estocolmo son como arterias blancas que desembocan en un mar gris, oscuro y calmo. Todo en la ciudad es ordenado, limpio, detallista, sin agobios. Tengo la rara sensación de haberme quedado sordo: ni una sirena, ni un claxon, ni un grito.
El aire es tan puro que los sonidos adquieren resonancias de cristal, como si cada uno de ellos repicara contra la superficie de la copa más fina y límpida. Pasa a mi lado gente tranquila, sobriamente vestida de oscuro; rostros serenos, pocas sonrisas, conversaciones apenas musitadas en una lengua impenetrable. Gente del Gran Norte. Habitantes de un país de nieve y hielo, donde el silencio y la calma reinan bajo el frío penetrante y extrañamente acogedor (si uno va bien abrigado, claro).
Diciembre está avanzado. La avenida peatonal flanqueada de árboles que lleva hasta la orilla del mar es negra y fría como un bosque de cuento, y eso que apenas son las siete de la tarde. Camino con dificultad, esquivando las placas de hielo, hasta el borde de una pista circular donde jóvenes y niños patinan, muy cerca de un gigantesco abeto engalanado. Suena una música entre navideña y de feria antigua, y los patinadores ríen y charlan con esa contención escandinava que tanto asombra al mediterráneo, acostumbrado al ruido y al griterío de nuestras urbes sureñas.
En el centro comercial los suecos caminan sin prisas, entre elegantes tiendas de ropa y restaurantes de lujo. Junto a los templos del consumo europeo, dominándolos, se yerguen en la noche grandes edificios públicos de servicio a la colectividad. Kultur Huset cierra
con su fachada acristalada todo el fondo de una de las plazas más céntricas, cual si fuera el ojo del Estado socialdemócrata mirando, displicente, el despliegue de la tentación capìtalista.
Ya en la mañana, los turistan recorren ateridos la maraña de callejas y placitas de Gamla Stan, la Ciudad Vieja. Piedra y madera. Fachadas, puertas y ventanas pintadas en tonos ocres, verdes, cremas… Los bajos de las casitas han sido convertidos en pequeños y muy pulcros comercios y cafeterías. Delicadeza y buen gusto presiden asimismo los mercadillos de productos populares. Desde los puentes que unen la isla con la ciudad moderna, algunos ciudadanos pescan con caña salmones en las aguas extraordinariamente limpias y tersas que abrazan la ciudad.
Estocolmo en diciembre es una ancha sábana blanca bordada con un hilo frío de extraordinaria pureza, tendida al borde del mar bajo el más ensordecedor silencio cósmico.