Por las cuestas de Alfama bajan tranvías amarillos deslizándose por los rieles curvos en un prodigio de equilibrio. Parecen cajas de zapatos puestas de lado, y sus timbrazos alegres pespuntean cada poco la mañana limpia de febrero. Un cielo azul sin nubes, barrido por las brisas atlánticas, alumbra Lisboa.
Arriba de todo está el castillo de San Jorge, los jardines y miradores que se abren sobre la ciudad y el mar. Pero lo mejor de Lisboa está en las callejas blancas de este barrio, Alfama, un barrio moro a todas luces, que tanto recuerda al Albahicín granadino. Alfama es un barrio humilde, habitado por gentes que aún conservan los secretos de la vida y la viven con pocas prisas. Abajo está la Lisboa turística: embellecida, limpia, ordenada, cívica; tan grata y sorprendente para el viajero que la descubre, como definitivamente alejada del cliché que hasta hace pocos años hacía de Portugal el culo de Europa.
Alfama es de mucho antes. De antes incluso de que la decadencia de un imperio dejara en Lisboa esa pátina de tristeza y melancolía que durante siglos ha caracterizado todo lo portugués. Este barrio ya era viejo cuando las naves de Enrique el Navegante salían a comerse el globo terráqueo, o como poco a llegar hasta la India y volver cargadas de maravillas insospechadas. Cuando se abrió la Rua del Ouro y por ella empezaron a circular los tesoros del mundo, Alfama ya era un barrio viejo.
Desde las espléndidas atalayas que hay en las vueltas y revueltas de las calles que suben y bajan, las gentes de Alfama llevan siglos observando con calma y cierta ironía las idas y venidas de esa Lisboa postmedieval, que primero articuló el Barrio Bajo entre las plazas do
Comerço y de Rossío, luego sumó el Chiado y el Barrio Alto, y más tarde trazó la Avenida Liberdade como espina dorsal de la Lisboa burguesa, para terminar proyectándose más allá todavía, levantando los barrios novísimos de la clase trabajadora.
Alfama son calles empinadas, flores, silencio. Las mujeres charlan en la puerta de sus casas, aquí y allá hay pequeños comercios en penumbra. La Lanterna Verde es un restaurante con media docena de mesas, atendido por dos mujerucas entrañables; el sabor de la vieja Lisboa está concentrado aquí en sopas, pescados, vino verde y poca cosa más. Alfama es humilde pero lo da todo.