El Arno era el río del Infierno para los antiguos, pero en esta noche primaveral es difícil creerlo. Apoyado en el murete de una de sus orillas, veo Florencia iluminada desparramándose suavemente en la negrura. Un poco más allá de donde estoy, el Ponte Vecchio es una festiva girnalda de luces trenzada de orilla a orilla.
Frente a mí, mirando hacia el centro histórico de la ciudad, un arco de medio punto abre visión y acceso a la calle peatonal limitada por los muros de la Galeria de los Uffici. Al fondo, centrada en relación al arco, se recorta la forma pura y ligera de la Torre de la Signoria, la atalaya que corona la casa municipal, centro del poder de los Médicis en la Florencia renacentista.
A poco comienzan a llegar las notas de un concierto barroco que progresivamente va tomando fuerza y vuelo
Bach y el Adagio de Albinoni cruzan la noche en un crescendo magnífico, rematado por un Canon de Pachelbel sutilísimo como un puñal de cristal. Cierro los ojos para mejor escuchar. Florencia entera va levantándose del suelo al conjuro de un violín que pone los pelos de punta y el alma en regiones sublimes hechas de emoción y serenidad.
Regreso hacia la Piazza de la Signoria caminando despacio, embebido aún en la música. Apenas atravieso el arco veo un tipo rubio y fornido sentado en las escalinatas frente a los Uffici. Son sus manazas de estibador las que tocan el violín ante unos pocos noctámbulos arrobados, y de un aparato a su lado surge la orquesta que le presta apoyo. Se llama Remsky, me dice después, es polaco, ha tocado en las mejores orquestas de su país, y se gana la vida vendiendo en la calle los CD de sus sublimes interpretaciones.
Lorenzo el Magnífico le hubiera cubierto de oro.