Chubasquea sobre la Plaza del Pueblo de Shanghai cuando salgo del Museo Nacional. Por todas partes hay vendedores de paraguas de bolsillo sentados en cuclillas. Silenciosos, ofrecen su mercancía absortos en sus pensamientos.
En un extremo de la inmensa plaza abordo a dos blancos que acaban de desplegar un plano de la ciudad y les pregunto cómo llegar a la zona comercial peatonal, la calle Nanking. Resulta que son australianos, y cuando les digo que soy español me miran asombrados; probablemente soy el primero que han visto en su vida, o simplemente no entienden cómo diablos llegué hasta aquí.
Llueve mansamente. Mientras espero que el semáforo se ponga verde, me doy cuenta de que algunas personas me observan a hurtadillas. Un padre joven me señala discretamente, y su hijo de cuatro o cinco años me mira entre receloso y divertido. Rascacielos futuristas rodean la plaza, el remate de uno de ellos tiene la forma exacta de un platillo volador descomunal. Un
gigantesco videoanuncio en un lateral de la plaza acaba por armar en mi mente el recuerdo de “Blade Runner”. El futuro que soñó Ridley Scott empieza por Shanghai.
Nanking es una calle no muy ancha pero inmensamente larga, en la que los comercios de aire occidental se suceden enganchados puerta con puerta. Casi enfrente de un concurrido McDonalds, una pantalla mural de video proyecta viejas imágenes en blanco y negro de Mao y la Revolución china; unos viejos miran con respeto, los jóvenes pasan de largo sin volver la cabeza.
Definitivamente, el raro aquí soy yo; si ahora mismo me subiera a un ovni, seguramente todos estos miles de chinos me despedirían sonrientes agitando la mano. E intentarían venderme un paraguas antes de que despegara.