El verano llega a su fin, pero el desierto está cerca y los días son abrasadores en Samarcanda.
Durante la mañana hemos visitado el mausoleo de Amir Temir, el hombre que gobernó el mayor Imperio terrestre que jamás haya existido, el mismo a quien los turcos llamaron Timur Leg –el Cojo de Hierro- por su tozudez y crueldad, y al que un embajador castellano del siglo XV, Rui González de Clavijo, llamó Tamerlán, nombre con el que Temir finalmente ha pasado a la Historia.
Aparentemente esa maravilla arquitectónica de interiores miniados en oro y azul nunca contuvo los restos de Tamerlán y su familia. Las zonas del suntuoso mausoleo que visitan los turistas no guardaron nunca nada; los lujosos sarcófagos están vacíos.
Al ver nuestra decepción, el vigilante se acerca y nos susurra que, previo el pago de un dólar por cabeza, se compromete a enseñarnos el verdadero
sepulcro de Tamerlán y de sus hijos, si regresamos cuando sea noche cerrada.
Dicho y hecho. Unas horas más tarde, conducidos por el vigilante bajamos por una tortuosa escalera, casi un túnel, hasta desembocar en una cripta, en realidad una cueva excavada bajo el mausoleo. Allí, bajo la luz vacilante de una única bombilla, descubrimos los sarcófagos de piedra tosca donde reposan eternamente Tamerlán y sus descendientes, a resguardo de saqueadores y venganzas.
Nadie habla. El silencio es denso como el aire sofocante de la cueva. Quien más quien menos piensa en esas cosas en que todos pensamos alguna vez cuando el estoicismo invita a mirar de frente las postrimerías.
El poder y la gloria finalmente es esto, apenas unos sarcófagos de piedra basta.