Cuando cae la noche sobre La Habana, todo el mundo sale de estampida hacia el Malecón. A medida que la obscuridad se espesa, una brisa marina blanda y olorosa viene a aliviar un poco el calor y la humedad del día. El termómetro puede bajar hasta los 25 grados centígrados, por ejemplo, y la sensación térmica se empareja con la temperatura real durante unas horas.
Los extranjeros somos entonces un poco más felices. Algunos se apoyan en la murada y boquean aspirando el aire que viene del Estrecho de la Florida. A su lado pasan los cubanos frotándose los brazos desnudos como si el frío se les metiera en los huesos….. alguien saca una botella de ron barato y empieza la primera ronda de tragos. Pasan con mucho contoneo risueñas mulatas jóvenes y miran con poco disimulo, entre divertidas y descaradillas, al extranjero quemado por el sol.
En el Malecón se explican historias y se sueña. Sueños muy materiales en un país tan espiritual: un bote que con permiso de los tiburones le lleve a uno hasta la Tierra de Promisión, un gallego rumboso que mediante un matrimonio rápido la ponga a una en España en un plis plas… los menos atrevidos sueñan con lo que promete la canción que suena a todas horas: “un carro, una casa y una buena mué”; “¿pa qué más”?, musita uno.
Circula la botella de ron de la que todos beben a gollete, si bien me ofrecen un vaso de plástico con esa cortesía deferente y sencilla que gastan los cubanos. No acepto el vaso, faltaría más; aquí todos somos iguales, compañero.