Desde época helenística los territorios de Afganistán, Irán y Mesopotamia fueron punto de contacto entre Oriente y Occidente, zona de paso en la que el encuentro de culturas generó grandes conflictos pero también sincretismos que se extendieron a todos los campos del quehacer humano, tanto en lo que respecta a la cultura material como a las creaciones espirituales.
Contra lo que suele creerse en Occidente, nunca hubo en esa parte del mundo una real uniformización religiosa/ideológica, ni bajo el Islam ni bajo ninguna otra ideología o poder; tampoco hubo un proceso de homogeneización cultural impuesto o aceptado que llegara a triunfar realmente. Una de las razones de que no ocurriera así probablemente radique en que la Ruta de la Seda aportó, durante casi un milenio, esa vertiente de pluriculturalidad y mutua impregnación entre gentes de culturas y mentalidades muy distintas.
De Ispahán, en la antigua Persia, hasta más allá de Bagdad, la antigua capital califal, la Ruta atravesaba territorios inmensos poblados de antiquísimas ciudades, algunas milenarias. A partir de las llanuras y los ríos mesopotámicos hasta el Mediterráneo se extendía el Imperio otomano, en pugna simultánea contra los cristianos de occidente y contra los mongoles de oriente. Las aguas que bañan la costa siria y libanesa marcaban el límite occidental de la Ruta; un poco más al norte, Estambul era su destino final.
Estambul, la antigua Bizancio o Constantinopla cristiana, fue durante siglos el principal centro mundial del comercio y por tanto, del contacto entre culturas. Su puerto, el famoso Cuerno de Oro, y el barrio de Pera, en el que vivían los mercaderes europeos, acogían el más rico emporio comercial del mundo.
Durante un larguísimo período de tiempo, que abarca desde la desaparición del Imperio Romano hasta el descubrimiento e inicio de la colonización de América, Estambul fue la meta de las caravanas procedentes de Asia.