Tras atravesar Kirguizistán, país de extensas llanuras escasamente pobladas por grupos nómadas dedicados al pastoreo, la Ruta alcanzaba el fértil Valle de la Fergana, perteneciente hoy al actual Uzbekistán. Del oasis de la Fergana las caravanas se dirigían a Samarcanda, la capital del Imperio mongol establecido por Tamerlán.
Samarcanda fue el punto central de la Ruta, su verdadero nodo. Aún hoy pervive en sus calles la mezcla de razas, culturas y religiones que la hicieron famosa en la Edad Media, y mantiene su carácter de mercado abierto a todos los productos y a todas las influencias. La ciudad, destruída y reconstruida varias veces, conserva una parte substancial de los monumentos de su época más gloriosa, la que protagonizaron Tamerlán y sus descendientes directos.
Más allá de Samarcanda y después de internarse en el desierto del Karakum, la Ruta atraviesa las tierras que hasta la llegada de los rusos en el siglo XIX fueron el khanato de Bujara. En esta ciudad, más aún que en Samarcanda, el tiempo parece haberse detenido en sus mercados de la seda, la lana y las especias, y sus madrasas (escuelas coránicas) y mezquitas deslumbran al viajero hoy como antaño.
Luego de Bujara y antes torcer hacia el sureste, la Ruta pasaba ante Kiva, la ciudad plantada en medio del desierto. Magníficamente restaurada hoy, poblada casi exclusivamente por mezquitas, madrasas, cararavanserais y palacios, Kiva está coronada por una imponente
ciudadela desde la que se domina con la vista extensiones inmensas del desierto.
Cuenta la leyenda que el mayor e inacabado de sus minaretes se erigió con la intención de vigilar la vecina Bujara y las caravanas que salían de ella, pues los habitantes de Kiva vivían principalmente de los impuestos que debían pagar las caravanas que pasaban por sus cercanías, so pena de ser asaltadas y saqueadas sino pagaban voluntariamente.