A vueltas con el sentido de la trascendencia y su supuesta inmanencia en el ser humano, Ridley Scott dirigió “Blade Runner”, una película que contiene casi todas las preguntas que se pueden formular y ni una sola de las respuestas que suelen darse. Algunas de sus ironías, con todo, son verdaderos puñetazos en las construcciones culturales que alrededor de ese asunto hemos desarrollado en los últimos tres o cuatro millones de años.
La desesperada búsqueda de su particular Ser Creador por parte de un grupo de “replicantes”, robots que se creen así mismo humanos hasta el punto de llegar a hacerse las mismas preguntas que nosotros, le sirve a Scott para vehicular un discurso ácido y desesperanzado sobre la condición humana. Ni siquiera el absurdo final feliz forzado por los estudios cinematográficos empaña uno de los filmes más hermosos y profundos jamás rodados.
Nexus 6, el replicante líder, halla finalmente a su Creador, su Dios de la Biomecánica, en un ingeniero de la empresa que monopoliza la construcción de robots. El conocimiento de la finitud programada por este
Ser Supremo transtorna al robot, definitivamente humanizado al saberse mortal a plazo fijo y corto, al punto de matar a su Dios. El final se acerca, y el replicante se sabe ya definitivamente solo: mató a su esperanza.
Poco antes de morir, Nexus 6 cuenta algunas de las cosas extraordinarias que él ha visto y que un humano vulgar jamás tendrá la oportunidad de contemplar. “Cuando yo muera, todas esas cosas se disolverán en la nada como lágrimas en la lluvia”, concluye antes de expirar.
La frase, que parece ser inventó el actor Rutger Hauer sobre la marcha, mientras se rodaba la escena, resume mejor que cualquier tratado de Filosofía la soledad absoluta del ser humano