Lo más revelador de las simas de Atapuerca es que nos descubren que desde hace millones de años los seres humanos y nuestros antepasados homínidos compartimos los mismos problemas básicos, y probablemente los mismos interrogantes fundamentales.
Al parecer, las elaboraciones culturales que poseemos hoy –lenguaje, creencias, organización familiar…- no sólo se remontan a Atapuerca, sino que ésta es seguramente apenas una estación más, muy remota desde luego, pero ni siquiera el origen. Tampoco nosotros somos la estación término, ni mucho menos. Pero el viaje que realizamos y sus condiciones generales parecen casi exactamente iguales.
Gracias a gente como José Luis Arsuaga y Eudald Carbonell sabemos hoy incluso cómo era el aspecto de aquellos grupos de cazadores y recolectores que merodeaban los páramos burgaleses hace casi un millón de años. Conocemos qué comían, de qué enfermedades morían y cómo era el entorno físico y ecológico en el que se desenvolvían.
Algunas preguntas nunca tendrán respuesta, sin embargo. El mero hecho de plantearlas en relación a quienes muchos aún siguen considerando un eslabón intermedio entre los animales y el ser humano actual, resulta sobrecogedor.
Porqué, por ejemplo, durante milenios nuestros antepasados homínidos depositaron sus muertos en un lugar concreto, un pozo de una cueva hoy perdida en los taludes de una serranía castellana, es un misterio insoluble.
¿Atapuerca fue uno de los primeros cementerios? ¿Un santuario de un culto religioso?. ¿Tenían los homínidos de Atapuerca creencias orientadas a la transcendencia?.
Sin duda la Luna que miramos en cualquier plenilunio es la misma que ellos vieron. También parece que las preguntas siguen siendo las mismas que entonces.